.

Desde hacía tiempo su vida se centraba en construir soldaditos de lata para vender en su puesto del rastro los domingos. Más bien para colarse entre la masa humana con un stand que él pudiese encontrar. Rozarle la mano cuando la extendía para tocar la punta del fusil del veterano de Vietnam de turno. Beberse sus muecas, suplicarle con los ojos un cachito de su mar de acuarela. Eran imbéciles. Estaban envenenados. Él odiaba las guerras y ya tenía enfilados en su mesa cien soldados enlatados. También odiaba que le devolviese las monedas colocadas estratégicamente encima del billete, la muy tonta… Ella odiaba morderse los labios mientras le envolvía minuciosamente el estúpido muñeco. Ambos sabían lo que había, y lo ignoraban. Ambos tomaban sus papeles de domingo y se disfrazaban de disimulos para no evidenciar el deseo de morir mordidos por sus cuerpos. Ambos tenían magia en el iris y miedo en las pupilas.

no cabe

la construcción  sin  la destrucción

ni las   h  u  í  d  a  s   sin las llegadas

huir

para resbalar por la estúpida masa de plastilina que envuelve la ciudad

/y atrapa las moscas/

para acabar volviendo a casa

(cobardecobardecobardecobardecobarde)

Y tomar desayunos a media noche

de los de pluma en mano y tintero en la entrepierna

esos que te devuelven una bofetada y,

de postre

los recuerdos del desencuentro.

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– Perdona, no te estaba escuchando.Y yo lo sabía, lo sabía desde aquel mar en mitad de la noche, el ahogo, las ganas de arrancarme cada pelo y destrozarme cada poro de mi cuerpo. La cama, el sumidero por el que verter desórdenes. – ¿Qué tal te va?. El silencio y las mantas para tapar los nidos de ratas. Alguien me lo advirtió y no quise hacer caso. – Te veo desmejorada. Y qué quieres que haga.– Pasas demasiado tiempo sola y te estás convirtiendo en una jodida zorra sin escrúpulos. Y eso duele, y pica, y dan ganas de salir corriendo. Me jode saber que era verdad lo de corrosiva, vulgar, imbécil, complicada. – Además, no descansas lo suficiente.No amo lo suficiente, no disfruto lo suficiente, no follo lo suficiente, no, no puedo, no puedo en medio de este sembrado de minas antipersona. Y te pones a pensar en la gente, los lugares, las tonterías, lo inapropiado, los errores, el orgullo, el tinuní, y te mueres. Te mueres. – Pero qué mal lo has hecho. Fuiste tú quien me despertó el dolor y, por ende, la lucidez de custodia, reparo, odio honorario, espía, puta, puta y más puta. Y cuanto más quiero escapar, más me quedo porque más me duelen los huesos y se me cuartea la lengua. Y no ser capaz de nada, ni de un SOS en morse, ni de encender las vengalas. – ¿Prefieres hablar o follar? Lo que menos duela. ¿Y si acabas y me giras por el humo que desprenden mis pupilas? – Me incendias, me desesperas, me exprimes la energía… pero me encanta que te tragues el veneno. Como siempre. – Sí, como siempre.

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Busco labios paralíticos | parafilias ilustradas en tinta, nada menos | que besan bocas | con muro | mueres | muera | contra las paredes | pardas e incompletas | donde se estrellan todas las aves | de vidas sucias y encubiertas. Todo por decir | a las puertas de La Puerta.

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Existe una retórica, anfibia y fantasma, donde pronunciar lenta y rítmicamente “de-no-da-da-men-te” no es más que otra forma de hablar de cobardía.

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I.

:

Intento huir de la improductividad de las horas y del tiempo programado de bajar tres pisos a contar los escalones de tu portal ]que nunca fue el mío[

II.

:

para acabar convirtiendo la fuga en una introspección interna del cráneo, como si fuera una cúpula que se incendia desde las patas de los frescos y que acabará con todos los cimientos.

III.

:

Y después, claro, ya dará igual si llueve_

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I.
:

En la plaza: lectura para el ]público[ ausente. Entre corchetes.

II.
:

¡Mírenme! Lo mejor fue aguantar. Cierro comillas.

III.
:

Y tú me llamas sanguinolenta. Tú, que juegas con los perros y las cuchillas de afeitar. La gente debería empezar a esputar mejor

y más.

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Temía a los paraguas dados la vuelta, al frío, a la velocidad con la que su cuerpo perdía calor si él no estaba, sin importar los inviernos o los veranos, los soles salinos o los edredones granizados. Y temblaba. Temblaba como si fuera un perro. Roía la caligrafía de su sueño y se convertía, una vez más, en H muda, en esputos sanguinolentos de ceros a la izquierda en su rostro. Deambulaba en el silencio de las madrugadas y mataba cada pesadilla con un alarido que se desenganchaba del estómago y salía en forma de garfio entre las anginas, rozando la campanilla, reventándole los dientes. Palpaba y no encontraba su mitad decente, la blanca y aséptica, la que congelaba las miradas elegidas. Escalaba por las celosías de la noche, buscando el espejo que algún día le absorbió, el suicidio precoz de su sombra en la alcantarilla más sucia de la ciudad, y no encontraba más que cristales rotos sobre los que volver a intentarlo, el baile eterno de la muñeca de su caja de música. Latía con un tutú hecho cenizas entre baldosas blancas y negras que se confundían con las cinco octavas de aquel que tampoco dormía y martilleaba sus teclas sin saber a dónde iba. Se movía lento y cantaba hondo hasta quebrarse el diafragma, un impulso violento que vibraba y le ardía en la garganta, que partió todas las cuerdas de su mundo sintético y dejó en la habitación olor a angustia y a amapolas mustias. Se empapaba de lluvia en cada nota, se fumaba todas sus letras descoloridas, se convertía en una ánima errante más frente al espejo casi podrido que sólo era capaz de devolverle unos labios morados y rasgados, la ausencia de un beso que reverberaba en las cuencas de sus ojos casi vacías, sus manos que buscaban el pulso del silencio, el compás indefinido que le hacía desfallecer como una cadencia imprecisa. Trece instantes después que se sucedieron como disparos asesinos, el sol se apresuró a cubrir lo que quedaba de ella como si fuera una frambuesa madura que le hacía cosquillas en la nariz, el triste momento del hueco (perfecto) que le enroscaba entre sus brazos y su pecho. La luz le coloreaba en un intento fallido de convertirle en acuarela, en lienzo que absorbiese cada matiz cromático mientras el calor que se proyectaba a través de las cortinas rasgadas de pánico le deshacía volviéndole pegajosa, enraizando los vapores del estío en sus poros ásperos, convirtiendo de nuevo ese momento, el cuadrante, la línea que delimitaba su cuerpo entumecido en un asqueroso Trópico de Cáncer.

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En las tardes de primavera y tormenta me encantaba que fuésemos juntos al teatro. Entrábamos por el pasillo recubierto de tarima vieja, de piezas desencajadas y poco pulidas, con un crujir que nos acompañaba hasta el desfile de asientos de tapicería roja que guardaban silencio a la espera de que se levantase el telón y Mari Pepa gritara con su voz de pito que ya eran las siete y aún no había llegado el señorito. Era la época en las que yo aún tenía miedo, y nos sentábamos cerca de la salida de emergencia por si me tocaba irme corriendo, por si el sentimentalismo me mataba, o las ganas de nada, o las ganas de un beso. Y luego ese olor que tienen las cosas mágicas, entre rancio y moqueta, de mil tardes de salidas a hombros por la puerta grande, olor de inviernos consumidos y flores secas. Caían las luces y la enorme lámpara de araña que colgaba solemne del techo de escayola se quedaba en penumbra, iluminada tan sólo por los reflejos que emitía la pelea de una pareja sobre el escenario. Él le agarraba, ella soltaba. Cintura, brazo, hombro y cadera. A mí me divertía porque me recordaba a un baile cualquiera, una pelea perfectamente sincronizada. Él me miraba de reojo, entre gracioso y aturdido, y se reía para dentro de que yo sonriese por todo, de que pusiese morritos cuando estaba especialmente concentrada o de mis aspavientos por sortear el enorme moño de la señora de delante que no me dejaba ver. Yo le veía por el rabillo del ojo, y sonreía porque me miraba, y ponía morritos para que me besara, y hacía aspavientos para que me llevase consigo y me abrazara. Pero el mundo no está para sutilezas; hay tantas cosas de las que nunca, nunca, nos dimos cuenta…

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Quietud de todo
lo vivo y lo muerto
de cien partículas de polvo suspendidas
en el aire tembloroso
de las migrañas de este Enero
que aún parece otoño.

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